¡Rompe el esquema que tienes de Dios!


PADRE CARLOS PADILLA

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¡Rompe el esquema que tienes de Dios!
Religión
Julio 10, 2015 00:40 hrs.
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Aunque dé inseguridad lo nuevo, lo que va más allá de lo conocido, de lo lógico, de lo medible y controlable

No siempre es tan fácil encontrar a Dios en lo más humano. Es como si Dios no estuviese en lo cotidiano. En lo ordinario.

Jesús, en Nazaret, aprendió a vivir y a rezar, a amar y a jugar, a escuchar y a entender poco a poco lo que Dios le iba pidiendo. Allí se había dejado enterrado el corazón en años de juventud, en su infancia. Había amado, había sido amado.

Sus vecinos fueron durante mucho tiempo sus únicos vínculos, sus amigos, sus seres queridos. Me imagino que a Jesús le gustaría volver a ese lugar. Tantos recuerdos, tanto amor. De alguna forma pertenecía a esa tierra. En la cruz le llaman el Nazareno. Todos le conocen como el hijo de María y de José.

Jesús vuelve y los suyos no lo reconocen, no lo acogen con alegría. Se sorprenden. ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Qué hace ahora? Se escandalizan de Él.

Sin fe es difícil ver a Dios en lo más humano, en lo cotidiano. Nos es difícil tantas veces creer en la santidad de los que tenemos más cerca. Pero Dios actúa normalmente en lo ordinario.

En su aldea, en su hogar, falta fe. Contrasta la fe de la hemorroisa y la de Jairo con la falta de fe en Nazaret. No pudo hacer milagros allí por la falta de fe. Sin fe no hay milagros. Nuestros criterios son muy humanos.

A veces la vida nos rompe los esquemas. Y la realidad supera la imagen que teníamos preconcebida de las personas. Hay un poema de Mario Benedetti que dice: “Y eres mejor que todas tus imágenes, porque eres linda desde el pie hasta el alma, porque eres buena desde el alma a mí”.

Pienso que es verdad. Las personas que amamos son mejores que sus imágenes, que mis ideas sobre ellas, que mi esquema de siempre donde las meto y las estrecho.

Ojalá siempre podamos sorprendernos y volver a asombrarnos de la belleza de esa persona a la que queremos. De esa persona que hace cosas distintas de las que yo pensaba, que empieza a hacer cosas nuevas, cosas que yo pensé que no sabía hacer.

La persona que amo es mejor que todas mis ideas sobre ella. En la realidad puede hacer mucho más que lo que yo he pensado que puede hacer.

De la misma manera, Dios es mucho más que todas las palabras con las que lo describimos, que todas las ideas que sobre Él tenemos. Supera todo lo que soñamos.

El otro día una mujer le decía a su marido que últimamente, aunque le conocía desde hacía muchos años, se había dado cuenta de matices en los que nunca se había detenido. Es bonito mirar así la vida. Creer en que el alma del otro es infinita, que no tiene paredes ni casillas, que los límites los ponemos nosotros, no Dios.

Es maravilloso creer que también yo soy el sueño de Dios, que supero mis expectativas y las que otros tienen de mí. Que puedo superar mis propios límites y ser más de lo que sueño. ¿Quién soy yo? ¿Quién es esta persona que hace cosas distintas, que se sale de su esquema, del esquema en que yo lo había metido? Sin duda es mejor que todas sus imágenes. Como Jesús.

Yo puedo elegir abrirme a esa persona, abrirme a Dios en una realidad que no conocía, o quedarme con mi esquema, alejado de la realidad. Y pasa eso en Nazaret. Los que lo conocen, no creen en todo lo que Jesús puede llegar a ser. No ven a Dios en Él. No van más allá de sus prejuicios.

Los vecinos de Nazaret, sus parientes, se asombran ante Jesús. Se asombran, pero no con el asombro inocente de los niños, sino con el escándalo ante aquel que saca los pies del plato y hace algo distinto. Aquel que rompe el esquema y la idea de lo que tiene que ser. De lo que han pensado que tenía que ser.

No le dejan ser quien es. No lo quieren como es, con su misión particular, con su originalidad. No entra en el molde de los demás, no entra en el molde de su idea sobre Él. Su idea no encaja con la realidad. Y se alejan. Se quedan con su prejuicio.
No se abre su corazón a conocerlo, a ver cómo es el corazón de este Jesús que es más de lo que pensaban. Es un primer fracaso para Jesús. No consiguió llegar a ellos. Él los quería, habían formado parte de su vida y de su paisaje de niñez. Y ahora no lo aceptan como es, no lo acogen. No se acercan, se alejan. Murmuran.

Le costaría. Es una pequeña herida. No quieren conocerlo. No quieren abrirse a Él. Se preguntan ¿No es este el hijo del carpintero? Sí que es el hijo del carpintero. Es un título que a Jesús le llenaría de orgullo. Pero en cuanto no controlan lo que hace, lo que es, lo rechazan.

Hace milagros. Habla con sabiduría. Se atreve a hablar en la sinagoga ante los que le han visto crecer. ¿De dónde saca todo eso? Esa pregunta tiene en realidad una verdad muy honda. ¿De dónde sale Jesús? ¿Cuál es su fuente? Dios es su fuente.

Pero ellos no ven más allá. No están abiertos. Quieren seguir con su vida de siempre donde Jesús es un vecino más. Y todo sigue igual. Les da inseguridad lo nuevo, lo que va más allá de lo conocido, de lo lógico, de lo medible y controlable.

Los comprendo. Jesús vive fuera, hace cosas distintas de las esperadas, no trabaja en lo que todos pensaban que debería trabajar. No se ha casado y no ha comenzado una vida familiar. Se ha alejado de los suyos.

“En Nazaret, la familia lo era todo: lugar de nacimiento, escuela de vida y garantía de trabajo. Fuera de la familia, el individuo queda sin protección ni seguridad. Sólo en la familia encuentra su verdadera identidad”[4].

No saben ver quién es, no saben ver todo lo que hay en su corazón. Jesús se sintió impotente. No pudo hacer ningún milagro. Para el milagro hace falta la apertura del corazón. Jesús no se lo esperaba. Le sorprendió su falta de fe.

Se extrañó porque confiaba en ellos, porque pensaba que podía regalar esa misión que había descubierto en su alma hablando con su Padre. Ya sabe quién es. Su misión.

Es verdad que cuando descubrimos nuestra identidad, ese sueño de Dios para nuestra vida, necesitamos volver a los lugares que amamos, a nuestra casa familiar, a nuestros paisajes.

Eso nos ayuda a comprendernos, a ver nuestra vida con profundidad, viendo cómo la mano de Dios nos condujo siempre. Nos ayuda a comprendernos en nuestra historia, en nuestras raíces. Nos ayuda a saber a dónde pertenecemos. A las personas que conocimos de niño nos atan recuerdos de nuestros padres o abuelos, vivencias profundas que nos ayudan a hacer nuestro un sitio. Creo que nos pasa a todos.

Jesús amaba Nazaret. Hoy vuelve. Jesús, el peregrino, tiene una tierra. Pertenece a un lugar. No es un nómada sin raíces. Es el mismo que se fue, pero con un ardor nuevo. Y no lo quieren como es. Le piden que se meta en su esquema y no les incomode.

¡Cuántas veces Dios rompe mi esquema pequeño! Y no le veo, ni le escucho, porque no hace lo que yo pienso que tiene que hacer, porque no se amolda a mis ideas sobre Él.

Ojalá yo sea capaz de abrirme a Dios y aprender, y comenzar de nuevo. Ojalá nunca encasille, nunca rompa con alguien porque ya no es lo que era, lo que yo pensaba que tenía que ser. Nada sana más que el amor incondicional de alguien a nuestro lado. Que me quiere como soy, con mi verdad, con mi misión, con mi sueño.

Así nos ama Dios. Tal como somos, tal como estamos y en el momento en que vivimos. Nos acepta y acoge. Me ama con mis cambios.

¿Cuál es mi esquema de Dios, ese esquema que hace que a veces Dios me defraude? Hoy lo rompo. Hoy acepto la vida en toda su profundidad. Hoy acojo a Jesús que necesita que abra mi corazón para poder hacer milagros. Es mejor que todas mis imágenes sobre Él.

Ojalá otros puedan sorprenderse al ver lo que Dios hace en nosotros. Él hace maravillas con nuestra pobreza. Ojalá podamos admirarnos así.

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