El rocambolesco viaje en un camión urbano de Acapulco


Por Ari J. González

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El rocambolesco viaje en un camión urbano de Acapulco
Cultura
Junio 11, 2015 18:21 hrs.
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Acapulco, Guerrero | Jueves 11 de junio del 2015
bajo palabra.mx
Zócalo de Acapulco de Juárez. Todo quiosco es una invitación al rodeo –en el recuerdo, en las miradas, en la charla. Menos por necesidades específicas que por ocio, tomo un camión urbano en dirección a playas Caleta y Caletilla. El interior me aísla y entrego mi seguridad a una discoteca andante. El chofer es menor que yo, pienso, y su chalán menor que él.

El avance es lento. Indiferente, sé que a mi costado pasan algunas playas, árboles enormes, hoteles, condominios y comercios de todo tipo. Hay cierto bloqueo de los sentidos inducido por el sopor de los treinta y cuatro grados centígrados en esta temporada canicular. Intuyo que también pasan turistas, sudorosos en su descompensación térmica.

17:30. Parián de Caleta. Mi interés se reanima al llegar a la explanada de las playas Caleta y Caletilla; ahí, familias enteras van y vienen en trajes de baño, envueltos en flotadores, comprando al vendedor de raspados o al de aguas frescas. Antes de hacer la vuelta en la terminal camionera, el chofer hace la última parada y me anuncia que hasta ahí llega. Bajo de la unidad y aparece un contraste: aquí el mercado de artesanías Santa Lucía, en el que hay más vendedores que compradores, más ambulantes que turistas –también vendedores, los primeros, que ambulantes lo son ambos. Con esta impresión, me dirijo al Parián: en el centro hay una escultura que es mitad ola, mitad mujer; mitad figura de la carne, mitad figura de la espuma: Afrodita. Pero el culto se concreta en el contacto del agua con la tierra, a pocos metros de este ombligo. El aire caliente por el sol sobrevuela esta especie de contradeseo; también niños corren en la orilla. De vuelta a la Avenida, los camiones urbanos recomienzan su espectáculo: tras el paso por la terminal, el oficio del chalaneo se renueva, los conductores aumentan el volumen de la música, invitación al paseante, estación vespertina del coqueteo pasajero.

Era tanta la importancia que los romanos daban al ocio, que en base a éste nombraban el tiempo de trabajo, el estado de “no ocio” (neg–otium) que nosotros, ávidos de contraponer los hechos, tomamos como primordial cuando sentenciamos: “Primero el negocio y después el ocio”. Sin filias de por medio, subo a uno de los camiones urbanos y emprendo la ruta de vuelta.

17:40. Salida. En el recorrido, reaparecen el árbol de amate y la escultura de Tin Tan: el mineral y la madera, sumamente terrenos, hacen frente a la brisa, a tanto océano entrante. Veo el acceso a algunos barrios en que las casas se amotinan sobre los montículos frente al mar: Manzanillo y la Candelaria; lo Náutico y lo Tradicional. La oficialidad continúa: Club de Yates, Rotonda, Barrio de la Playa, Cancha de la CROM. Y otra vez, Zócalo: 17:54.

El camión hace una parada larga en este lugar, frente al malecón. Los chalanes llaman insistentemente a los peatones que esperan. Algunos suben, otros se entretienen viendo el horizonte, otros tiran una carnada a las aguas. El recorrido sigue: 18:01.

Primer entronque entre Avenida Cuauhtémoc y Avenida Costera Miguel Alemán. El paseo aquí se vuelve tedioso por la construcción de obras de transporte. En contra esquina, una plaza cerrada, una glorieta que antes albergaba novios y vendedores de la tarde, convertida ahora en triste figura del progreso, un avance que remplaza otro, lo sitia, lo fija y lo hace perder su dinamismo connatural a la urbe, lo vuelve invisible. Lo cronológico ya no accede a estas plazas porque para la ciudad se han vuelto un no-lugar. El chofer, como de un hueco apestado, sale con prisas del paradero.

18:10. Playa Las Hamacas. Nueva estación y cambio de sonidos. Se alternan en las bocinas canciones pop y música banda. Por la ventana, observo a los pescadores, los jugadores de futbol, los bañistas. Diego Rivera que se enamoró de los atardeceres de Acapulco, pintó a un trío de hombres jalando una embarcación hacia la arena, como liberándola del océano. Pienso en esto mientras los pecadores arrastran, ayudados de un tronco de palma, un bote hasta el oleaje. Rivera ya no plasmó el retorno, digo en voz baja.

En esta playa confluyen las gaviotas, los pelicanos y el hombre. Algunas personas se cocinan un pescado en cacerolas sobre hoyos en la arena, otros ofertan la pesca del mediodía, sobre tablas, en las banquetas de la avenida, otros lían un cigarro de tabaco o yerba. Unos cuantos, tirados bajo un árbol se sumergen en sueños veraniegos. Con una nota nada parecida a la nostalgia, veo alejarse estas imágenes.

Entronque Vía Rápida-Avenida Costera Miguel Alemán. 18: 17. En otro tiempo hubo aquí una sirena. La decapitaron. La representación de la ninfa predilecta de los marineros griegos, en esta costa pacífica, no puede hacer más que de hazmerreír. Decapitación de las sirenas: anuncio de una nueva forma de trabajar la épica del miedo. Es un martes como cualquier otro. Los romanos, excelentes políticos, dedicaron este día a su dios de la guerra. Nuestras deidades bélicas, desplazadas por el calendario del César, son anónimas, a todas horas todos los días, reanudan sus tareas sempiternas.

Algunos metros más adelante contemplo una de las paradojas de tiempos vacacionales: a mitad de la playa, apostado sobre la arena, de cara a miles y miles de litros de agua salada, un parque acuático. Lugar común: toda ciudad es una contradicción. Otro: la contradicción es el principio de la civilidad.

Imagino lo que el burócrata, el turista que se canse del mar, ya no necesita las rampas de las albercas de sus hoteles de cinco estrellas, a pocos metros encontrará la segunda opción. El habitante local no necesita hospedarse en ningún emporio para llegar a estas conclusiones.

En pocos minutos dejo estos paisajes. Paso junto a una plaza reciente, nombrada “Japón”, hace unos días, comerciantes y vendedores ambulantes se manifestaron ahí contra la Policía Federal, denunciaban que abusaban de ellos, que los asaltaban. Metros más adelante, está el bando opuesto: en el asta bandera, frente al Parque Papagayo, los federales resguardan las vacaciones de la nación. Confieso que en este punto se ve todo el abrazo de la bahía. La abertura de mar que entra y mar que sale es magnífica. El horizonte se ciñe, los azules se contraponen.

No había motivos para el recorrido, debo llegar hasta un par de paraderos más adelante. Bajo del camión urbano tras tocar el timbre algunas veces. Con ruido y zigzag se desprende de mi visión. Doy un rodeo entre caminar por la playa o por la banqueta. Contemporáneo y con vocación a las oposiciones, alterno ambas rutas, tan necesitadas la una de la otra.

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